Por Luis Miranda
Muchos cuestionan la calidad literaria de Andrés Caicedo y acusan a sus lectores de snobs que lo leen más por lo que representa su figura que por lo que hizo literariamente. Es cierto que muchos lo leímos por primera vez por lo que representa su figura, así como leímos a García Márquez y a James Joyce por lo que representan más que por lo que son. Una vez leídos por primera vez, García Márquez o Joyce pueden resultar tremendamente aburridores o insoportablemente interesantes y uno puede llegar a convertirlos en sus maestros. Cada uno elige.
Otros lo acusan de ser un autor para niños. Intencionalmente su obra está dedicado a uno de los públicos más complejos de todos: los adolescentes. Loable aspiración. Según mi criterio, lo logró; otros piensan que es un promotor del suicidio, de las drogas, la rebelión y de la sexualidad prematura y que por esas mismas razones no es apto para un adolescente. No quiero presumir de saber más psicología que los psicólogos, pero me da la impresión de que son esos precisamente los temas de la adolescencia. Por otro lado no es un promotor, de hecho su única novela terminada, Que viva la música, no es otra cosa que la distopía de una ciudad cuyos jóvenes son arrastrados por unas fuerzas que al principio parecen sus armas pero resultan ser su perdición. Lo que pasa es que mucha gente se confunde con Maria del Carmen porque ella no es una víctima y no se arrepiente, como supondrían que debiera suceder. No, Maria del Carmen tomó su ruta, eligió la vida de la noche y celebra su final con orgullo porque fue su elección y es fiel a eso: recomienda tomar decisiones y asumirlas; no recomienda volverse lo que se volvió; no recomienda seguir sus pasos, pues está claro a dónde nos llevarán.
De manera que a juzgar por la dedicatoria que Caicedo pone al comenzo de su novela, uno podría concluir que contiene una moraleja: no sigas a Maria del Carmen y a sus amigos. Algunos lectores de culto me tirarán piedras por esto, pero me parece que la fábula es esencialmente ésa.
Si uno compara la calidad literaria de Andrés Caicedo con la de García Márquez me parece que está uno completamente desfasado. Caicedo era un muchacho mucho menor de los que lo juzgamos un payaso; escribió una obra, y cuando hablo de obra no me refiero a haber escrito unos cuantos libros, me refiero a que sus libros -sus historias- están interconectadas y crean un universo independiente. Igual que la Yoknapatowpha County de Faulkner, el Comala de Rulfo y -obviamente- el Macondo de García Márquez, la Cali de Caicedo es tierra ficticia cuyo correlato real se parece mucho más de lo que quisiéramos a la ficción del joven escritor.
La Cali que le tocó a Andrés Caicedo estaba marcada todas las consecuencias de la época de la Violencia, la explosión del 56, la generación Beat y el hippismo, la producción de sustancias alucinógenas de expotación en el terrotorio nacional, el inicio del narcotráfico, la desaparición de niños, las luchas reivindicativas de las izquierdas, las masacres perpetradas por la fuerza pública a los estudiantes manifestantes en Cali, en todo el país y en el mundo; la guerra de Vietnam, la operación Cóndor, mayo del 68, los golpes de estado y las dictaduras en América Latina... ¿y todo eso aparece en la obra de Andrés Caicedo? No, sus historias no están basadas en la vida real, pero sus padres desnaturalizados, sus niños asustados, sus jóvenes desquiciados, sus mentes curiosas de experiencias sicodélicas y espirituales, y sus jovencitas vampiras no son gratuitas. Andrés Caicedo logró lo que otros escritores realistas, costumbristas y soiciocríticos, pero por medio de otra estética que ya alguien atinó a llamar gótico o Gótico tropical: retrató la Cali que le tocó, le midió el pulso a su tiempo.
Hoy Caicedo está siendo leído en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Alemania, además de todos los países latinoamericanos en donde tiene más que lectores de culto. Su suicidio no es una invitación a la muerte, es resultado de una de las enfermedades mentales más complejas y de conflictos familiares corrientes en una familia de alta alcurnia en una ciudad como Cali en los años 70s. La edición para Colombia de Mi cuerpo es una celda, realizado por el chileno Alberto Fuguet sobre la vida de Caicedo, fue censurada por su propia familia. De modo que si le interesa leer el resultado real de las pesquisas del escritor chileno, le toca conseguirse el libro en el exterior, porque el que venden en Colombia está incompleto.
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