RESEÑA: Los dientes de caperucita
Este
cuento nos transporta a un mundo espeluznante y fantástico donde Andrés Caicedo
transforma un cuento de niños en un relato aterrorizante y esta vez no pasa en
un bosque…
Por: Santiago Patiño
La ciudad de Cali, Colombia vio
nacer en 1951 a una persona que sería bautizada como Luis Andrés Caicedo Estela
para luego verlo morir a los 26 años por sobredosis de medicamentos. Desde los
trece años de edad, Andrés comenzaría a demostrar sus habilidades para la
literatura, la música, el teatro y el cine, tanto así que a esa edad publica su
primer cuento “El silencio”. Transcurren los 60’s con sus turbulencias y
actitudes irreverentes de las generaciones juveniles queriendo ávidas
emociones; llegan los años 70 y por supuesto que Cali no podría estar ajena a
esos cambios, que Andrés Caicedo supo recrear a través de su producción
artística, e incluso hoy sigue dando de qué hablar.
Los dientes de caperucita fue publicado en
primera instancia en 1969 y pasaría luego a conformar la famosa colección de
cuentos titulada Calicalabozo. En
dicha colección, es notoria la irreverencia, el ánimo contestatario, la
exquisita ironía por medio la cual el autor plantea su visión del mundo. Una
visión producto del legado de vastas lecturas de calidad como Allan Poe,
Lovecraft, el cine de Hitchcock, la melanomanía de los Rolling Stones y la
salsa. La obra de Caicedo está configurada en gran medida por citas, pasajes de
letras de canciones, alusiones al cine de terror.
A los dieciocho años de edad,
Caicedo escribe “Los dientes de Caperucita” y construye el cuento partiendo del
título de la fábula infantil en que un lobo se come a Caperucita Roja y a su
abuela. En la fábula el lobo ha sido visto como una voraz e indómita fuerza de
la naturaleza que amenaza a los seres humanos. Pero, dado que éstos siguen
viviendo adentro suyo tras ser ingeridos, se señala también una referencia a la
posibilidad de trascendencia, y de esta manera el lobo puede leerse como
símbolo para el enterramiento o como un signo que introduce el tema de la vida
después de la muerte. A diferencia de la fábula, en el cuento de Caicedo no es
el lobo, sino una mujer quien posee los dientes afilados dispuestos para
devorar. El lobo, por su parte, termina siendo nada más que un hombre, con lo
cual a los lectores se nos adentra en terrenos tanto de la antropofagia como de
la lucha de sexos. A continuación quisiera observar cómo se exhibe el potencial
caníbal del personaje femenino y joven que aparece en este cuento.
El
texto de Caicedo es un largo y aparentemente imparable monólogo en primera persona mediante el cual Eduardo, un varón adolescente, le explica su
desesperada situación actual a un amigo suyo, Nicolás. Éste es el ex novio de
Jimena, la mujer por quien Eduardo ha sentido una fatal atracción desde la
época en que ella y Nicolás eran novios. Como si se tratara de un entrevistador
silenciosamente editado fuera del texto o de una máquina “grabadora” análoga a
la que aparece, por ejemplo, en El vampiro de la Colonia Roma del mexicano Luis
Zapata (una novela con la cual este texto de Caicedo guarda varias
similitudes), Nicolás es un fantasmal interlocutor cuya figura no vemos y cuya
voz no escuchamos sino de segunda mano, a través de las constantes
interpelaciones que hace el narrador a medida que va estructurando su
testimonio. Jimena, a su vez, es la generadora de un doble deseo central en el
texto: no sólo protagoniza la obsesión sexual de Eduardo, sino que es, además,
la causante del episodio que origina en él la urgencia de contar la historia.
La visión que de Jimena tienen los
dos personajes masculinos parece entonces estar atrapada entre extremos
discordantes. Si bien para Nicolás es durante un tiempo una mujer amada cuya
valoración reside en la virginidad, para Eduardo es una mujer cuya única
función es sexual y, según él, no tiene nada que ver con el amor: “si querés
las cosas bien dichas lo único que yo quería con tu Jimenita era tenérsela bien
adentro ¿ya? ¿Satisfecho? Era sexo, viejo [...]” (p. 110). Desde el inicio de
su narración, Eduardo deja sentada la atracción que siente hacia ella,
estructurada como un deseo masculino objetivante: “ah hembra pa estar buena
brother... te digo que no más la veía y se me ponía el coso comuna tranca” (p.
107). Mientras está de novia con Nicolás, Eduardo nunca percibe reciprocidad
por esa atracción sino más bien un poco de displicencia y rechazo (se diría que
ni le miraba), pero una vez “liberada” de su relación se nota un cambio en su
taimada actitud inicial —es el momento en el que, siguiendo con la metáfora
original sobre la que se construye el cuento, Caperucita le enseña al lobo sus
dientes—. Jimena le parece entonces a Eduardo más bien una “arrecha”, una mujer
cuya osadía sexual se presta para que él la caracterice, en nombre de los
valores hegemónicos de la alta sociedad caleña, como una “puta”. Pero esa
arrechera que sirve para denominarla de modo peyorativo también le produce a él
un deseo sexual irreprimible. Así, no puede controlar su impulso de contárnoslo
todo desde que ella empieza a actuar de manera contraria a la moral
conservadora del estrato social al que ambos pertenecen. En ese punto de la interacción entre Eduardo
y Jimena, ella da muestras de un erotismo activo que para el narrador masculino
es sorprendente, a pesar de satisfacer también su fantasía sexual hasta cierto
punto. Pero es en lo que el narrador considera la desmesura donde se empieza a
atisbar un juicio negativo que se empeora cuando aparece la sed de sangre. La
actitud de Jimena para con Eduardo se estará revelando entonces en la narración
masculina como una muy cercana a la que se le atribuye en textos literarios a la
mujer vampiro. Quiero acudir en este momento al listado que hace Carol Senf de
las características más reiteradas de la mujer vampiro en la literatura gótica:
su sed de sangre, un comportamiento rebelde y un erotismo desmedido.
El
mordisco-beso que castra hace que, para el narrador, el erotismo pase de
castaño a oscuro: del plano del placer al del horror. Para él, la situación ha
llegado a un punto de desmadre en el que la mujer ya excede los límites del
erotismo, pasando de ser una arrecha a convertirse en vampiresa y, por último,
en un ser plenamente bestial e incluso caníbal (basta recordar ese “ronquido
como de perra como de hiena” y esa “sonrisa carne y sangre y pelos”). Jimena se
ha transformado, frente a los ojos incrédulos del narrador, en una mujer
devoradora con la vagina en la boca, vagina dentada, mujer fálica, mito
horroroso y desastroso para su virilidad excesivamente falocéntrica. No sólo se
hace bi-focal el monólogo de su perspectiva, alternando entre la narración de
primera y de tercera persona (“entonces es cuando él lo siente entonces fue
cuando sentí”); además, genera en Eduardo (que es por un instante también el
eunuco consciente de que berrea y se lleva las manos al sexo que fue mientras
la ve mascar) la pérdida, o por lo menos la momentánea confusión, hasta
entonces tan aferrado a su identidad sexual masculina.
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